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Un científico socialmente comprometido.

Por: Federico Velázquez de Castro – info@ae-ea.es

Aunque existe una tradición importante, aún son minoría los científicos que se implican en los problemas sociales de su tiempo, interviniendo, a veces con cierta heterodoxia, en debates que afectan directamente a la salud o al medio ambiente, por citar algunas de las áreas más sensibles. Sin embargo, nos interesa el perfil comprometido de los hombres y mujeres de ciencia porque su mensaje, sustentado en investigaciones y conocimientos, no sólo aportan luz y autoridad, sino que pueden liderar iniciativas necesarias para el bien de la comunidad.

Mario Molina se inserta en esta línea, pues además de trabajar sobre temas de gran impacto ambiental –la acción de los cloroflurocarburos sobre la capa de ozono- supo llevar a los distintos actores a mesas de negociación para conseguir acuerdos cuya urgencia estaba fuera de toda duda. Volvió a su país de origen, dejando atrás importantes ofertas profesionales, preocupado por elevar el currículum escolar, especialmente en cuanto a la asignatura de Química se refiere. Intervino, finalmente, con voz autorizada en el periodo de pandemia para promover el uso de las mascarillas.

Es importante que personas así sean reconocidas en el ámbito científico y social. En el primero, para que sirvan de ejemplo y referente; en el segundo, para que la sociedad comprenda que la ciencia práctica es una de las herramientas imprescindibles para interpretar la realidad y contribuir a su mejora. En sus palabras:

La investigación científica con bases sólidas, dedicación y enfoque sirve como base para tomar decisiones trascendentales para la humanidad.

Vida profesional

José Mario Molina-Pasquel Henríquez nació en Ciudad de México el 19 de marzo de 1943. Desde su infancia se sintió atraído por la química y, tras su paso por las enseñanzas medias, eligió la carrera de Ingeniería Química en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), interesándose por la físicoquímica (que en España nosotros estudiamos como química-física). Realizó su trabajo de licenciatura en 1965, comenzando posteriormente estudios de doctorado en la Universidad californiana de Berkeley, sobre el conocimiento de la dinámica molecular mediante el empleo del láser. Obtiene el doctorado en 1972. Una vez concluido declara:

Fue en esos años que tuve mi primera experiencia en relación al impacto de las ciencias y la tecnología en la sociedad. Recuerdo que me impresionó el hecho de que en otros lugares se estaban desarrollando láseres químicos de alto poder para fines bélicos. Deseaba participar en investigaciones útiles para la sociedad y no que sirvieran en resultados potencialmente destructivos.


Entra en el grupo del profesor Sherwood Rowland en la Universidad de Irvine (California) con quien iniciará una investigación orientada a conocer el destino de los clorofluorocarburos (CFC), lo que supuso su trabajo post-doctoral, cuyas conclusiones impulsaron el Protocolo de Montreal de 1987. Entre 1989 y 2004 fue profesor del Instituto Tecnológico de Massachusetts.

La capa de ozono y los CFC

Situada entre los 22 y 25 kilómetros de altura, se encuentra lo que conocemos como capa de ozono (ozonosfera). Contiene la mayor parte del ozono atmosférico y su origen habría que situarlo hace 1.500 millones de años, cuando la proporción de oxígeno era solo el 1% de la actual, aunque no sería hasta 700 millones años después cuando estaría plenamente constituida. Su presencia supuso la formación de un escudo protector más frente a las radiaciones penetrantes emitidas por el sol, en este caso las fracciones B y C de la radiación ultravioleta.

El primer CFC se descubrió en 1923, en el departamento de investigación de la empresa General Motors, cuando se buscaban refrigerantes que mejorasen aspectos problemáticos del dióxido de azufre y el amoníaco, empleados frecuentemente entonces. Su descubrimiento fue muy prometedor, hasta el punto que se fabricarían 20 nuevos productos de la misma familia (los CFC son compuestos químicos sencillos derivados del metano o etano, donde los átomos de hidrógeno se han sustituido completamente por halógenos, especialmente cloro). En los años 70 del pasado siglo, su uso se había extendido a más de 3.000 aplicaciones, entre ellas la refrigeración en todas sus formas, propelentes de espráis, espumas, disolventes, extintores…, con una producción de 1.000 millones de toneladas anuales (se encontraban en las líneas de producción de todas las grandes compañías químicas), de las que un millón se verterían, como pérdidas a la atmósfera.

¿Qué contribuyó a su auge? Todo eran buenas noticias: Gran estabilidad, alta eficiencia, ausencia de toxicidad, fácil manejo y bajo coste. Fue entonces, junto con S. Rowland, cuando emprendieron una investigación sobre el destino de estos productos. En el aire se encontraban por debajo de la proporción esperada, y en cuanto al agua, eran insolubles. Tampoco el suelo ofrecía valores significativos. Hay que recordar que los tiempos de residencia atmosférica de los CFC son muy dilatados –alrededor de 100 años- por lo que, allí donde estuvieran, deberían acumularse. Sin embargo, quedaba otra posibilidad, y esta fue la novedad de su investigación, y es que, debido a los largos tiempos mencionados, podrían ser inyectados en la estratosfera, puesto que la capa separadora –la tropopausa- permite intercambios en ambas direcciones. Una vez allí se encontrarían con su único sumidero, la radiación ultravioleta de onda corta, que podría descomponerlos liberando cloro que, a través de una serie de reacciones catalíticas, reaccionaría con el ozono destruyéndolo.

El mundo en alerta

En 1973 enviaron un artículo, en el que se detallaba esta hipótesis, a la revista Nature, siendo rechazado por alarmista. Afortunadamente, una de sus revisoras, Susan Salomon, estaba involucrada en una línea de trabajo similar, lo que les permitió aunar esfuerzos, y así el 28 de junio de 1974 el artículo pudo publicarse bajo el título: “Stratospheric sink for chlorofluoromethanes: chlorine atom-catalysed destruction of ozone”.

El impacto fue enorme. La Academia de Ciencias de Estados Unidos realizó estudios que mostraban que para 2050 se habría reducido hasta un 13% del ozono estratosférico. La vida corría peligro, de entrada, se esperaba un aumento en el número de cánceres de piel, lesiones oculares y trastornos inmunológicos. Animales, plantas y materiales se verían también afectados, preocupando la reducción de las cosechas y la acción sobre el fitoplancton. Se convirtió así en el primer problema global al que la humanidad tenía que enfrentarse.

La gran industria se revolvió, defendiendo la inocuidad de sus productos. La responsabilidad recaería, según argumentaban, en los ciclos solares o los vientos estratosféricos. En 1975 se publicó un artículo en Science, promovido por la industria, que Molina tuvo que rebatir. Desde su primer artículo publicó dos docenas de textos relacionados con el ozono, incluidos los que refutaban las posiciones de las grandes compañías, cuyas “teorías” hubo que ir desmontando. Una vez demostrada la responsabilidad de los CFC había que actuar.

El Protocolo de Montreal

Debido al alto nivel de riesgo que la situación mostraba, Molina comenzó a promover un protocolo que limitase la fabricación de estos compuestos. Aún no existía una evidencia científica completa, pero el tiempo apremiaba, por eso lleva el resultado de sus investigaciones a los medios de comunicación y a los responsables políticos. Estas iniciativas “más allá de la ciencia” podían poner en riesgo su reputación profesional, mas, aun así, se implicó. Se pide la aplicación del Principio de Precaución (aceptado por la Unión Europea), promoviendo un encuentro amplio de todos los sectores que abarcaran aspectos científico-técnicos, sociales, económicos, políticos y éticos.

Molina tiene un compromiso ético con la ciencia, que ha dirigido sus movimientos anteriores, vinculándola con los intereses generales. Afirmaba: los científicos pueden plantear los problemas que afectarán al medio ambiente en base a la evidencia sostenible, pero su solución no es responsabilidad suya, sino de toda la sociedad.

El Protocolo de Montreal fue firmado en 1987 por 43 países y está considerado como uno de los mejores logros ambientales y sociales. Un acuerdo que deseamos se imitara en relación a otros impactos, especialmente el cambio climático. En palabras, nuevamente, de Molina mostró cómo la humanidad es capaz de resolver los problemas que ella misma va creando. Según la primera versión del Protocolo, para el año 2000 debería reducirse en un 50% la producción y consumo de los CFC. Sin duda era un logro, pero para algunos aún insuficiente, de hecho, los datos que, desde tierra y aire se registraban cada año sobre las concentraciones de ozono, advertían de la seriedad del problema y de la necesidad de adoptar medidas más contundentes (el “agujero de ozono” antártico era una de sus manifestaciones más preocupantes). Fue así, en la revisión del Protocolo en Londres (1992) cuando se decidió unánimemente la prohibición total de su fabricación, comercio y consumo para 1996, fecha que Estados Unidos y la Unión Europea adelantarían un año. Quedaban exentos los “usos esenciales” (médicos o militares), y los países del Sur dispondrían de una prórroga de 10 años. Pero el 98% de la producción total quedaba suprimida.

De vuelta a México

Mario Molina dejó la comodidad de su estatus, como profesor emérito con salario vitalicio, para cambiar su residencia y su vida volviendo a México con el objetivo de combatir la contaminación atmosférica y el cambio climático. Nunca se olvidó de su país, al que trató de apoyar hasta los último s días de su vida.

Su contribución fue importante, en la zona metropolitana del Valle de México para eliminar el plomo, reducir el dióxido de azufre y medir la presencia de partículas.

A partir de 2001, coordinó un equipo de científicos mexicanos y estadounidenses para abordar el problema de la contaminación metropolitana en el centro del Distrito Federal. Pidió la regulación del transporte pesado, responsable en gran medida de la emisión de las partículas PM2,5 (es decir, de diámetro inferior a 2,5 micras), demostrando que afectaban al desarrollo de los niños: ¿qué persona quiere vivir en una ciudad donde sus hijos no pueden desarrollar correctamente sus pulmones?, se preguntaba.

Cuestionaba el “derecho humano” a tener un vehículo, como algunos jueces dictaminaban, sino que, más bien, el verdadero derecho era a un medio ambiente sano. La jurisprudencia hoy ha cambiado, en el sentido orientado por Molina, restringiendo, entre otras medidas, la circulación de los vehículos antiguos.

Trata de convencer al gobierno de Felipe Calderón, puesto que su reforma energética no iba en sintonía con las exigencias ambientales del momento. Apoya las energías renovables y promueve leyes desde 2008, mostrándose crítico con los biocombustibles para que no compitieran con la producción de alimentos ni sustituyeran áreas naturales ricas en biodiversidad.

Aplaude la constitución del Sistema Nacional de Cambio Climático, de hecho, México fue el cuarto país del mundo en aprobar una ley en este sentido, siguiendo las recomendaciones internacionales. Con todo, estaba convencido que el presidente actual, López Obrador, no era consciente de la gravedad del problema.

Presidió en México, desde 2004, el Centro Mario Molina, institución de investigación y promoción de políticas públicas fundamentadas en evidencias científicas.

Durante la pandemia

En 2020 declaraba: en tiempos de emergencia sanitaria, los jefes de Estado deben escuchar a la ciencia y alcanzar un acuerdo universal. Yendo a los aspectos concretos, y consciente de la vinculación existente entre la contaminación del aire y la propagación del coronavirus, afirmó en ese mismo año:

En la atmósfera se acumulan partículas muy pequeñas, que son las responsables de los daños a la salud. Los aerosoles están constituidos por partículas de diámetro igual o inferior a 5 micras y el coronavirus se puede transmitir a través de estos aerosoles, de ahí la necesidad de utilizar las mascarillas.

Fue un firme defensor del uso de las mascarillas (o “cubrebocas”, como allí se las conoce), consciente de su importante papel protector. Más tarde observó que el SARS-COV-2 podía transmitirse en un mecanismo similar, a través de las partículas PM2,5, según los datos que se iban recogiendo en Europa, Nueva York y China, lo que reforzó su posición frente al gobierno para que estableciera la obligación de que los ciudadanos llevaran este medio protector, invitando al presidente López Obrador a que diera ejemplo utilizándola.

Reconocimientos profesionales

Mario Molina recibió, junto a F.S Rowland y P. Crutzen, el Premio Nobel de Química en 1995 por sus decisivas investigaciones sobre la conservación de la capa de ozono. Formó parte del Consejo de Asesores de Ciencia y Tecnología de los presidentes Bill Clinton y Barack Obama.

Fue Premio Tyler de Energía y Ecología en 1983 y Premio Campeones de la Tierra de las Naciones Unidas.

Falleció de un ataque al corazón el 7 de octubre de 2020 a los 77 años. Todos los que en aquella época trabajábamos desde la Universidad y otros entornos cívicos sobre las temáticas que abordó, reconocemos sinceramente su labor y agradecemos el ejemplo transmitido, al promover el encuentro de la ciencia con la sociedad, a la búsqueda siempre del interés común.

Correo de contacto: info@ae-ea.es

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